«Hacer cine documental en la revolución». Taller para comunicadoras comuneras y autoconstructoras.

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Escribe la compañera Pitu Banegas : «Una de las tareas, quizás la más importante y transversal a todo lo que hacemos, para quienes creemos que un mundo mejor es posible donde no exista ningún tipo de opresión, es la construcción de nuevos sentidos que rompan con el “Común” impuesto por el capitalismo. La semana pasada, más específicamente los 21, 22 y 23 de junio 2023, hicimos una gran contribución a esa tarea un colectivo compuesto en mayoría por compañeras jóvenes convocadas por la Escuela de Comunicación de los Movimientos Sociales “Hugo Chavez”y el canal/escuela TERRA TV en el Taller Teórico-Práctico “Hacer Cine Documental en Revolución”.

De allí compañeras de distintas Comunas, como la Comuna Socialista de El Maizal, la Comuna Socialista Che Guevara, la Comuna Socialista Altos de Lídice, la Comuna Cinco Fortalezas de Cumanacoa y compañeras de la Autoconstrucción como el urbanismo Jorge Rodríguez Padre, donde tuvimos la oportunidad de conocer esa experiencia, y alli hacer la práctica. Colectivo conformado por un 80% de mujeres que con mucha fuerza, coraje y voluntad, muestran el Poder de las mujeres venezolanas en la resolución de los problemas más sentidos de nuestras comunidades.

Agradezco profundamente la invitación del compañero Thierry Deronne, el Instituto Simon Bolivar para la Paz y la Solidaridad entre los Pueblos y de la Escuela de Comunicación de los Movimientos Sociales “Hugo Chávez” que nos han convocado al gran desafío de aportar a la construcción colectiva de las memorias de nuestros pueblos sin caer en linealidades, banalidades, ni simplismos. En nuestras luchas habitan, como siempre lo dice un gran compañero de argentina, Lucas Aguilera, un mar de conflictos, contradicciones y complejidades. Así es como debemos registrar nuestras experiencias para aprender de ellas.»

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El teatro político brasileño se encuentra con los venezolanos

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«¡Provocaba ser parte!», exclama Carmen Navas, emocionada, a la salida del Teatro Nacional de Caracas donde, gracias a los amigos cubanos y al Festival Internacional de Teatro Progressista de Venezuela, la Companhia do Latão presenta «O pão e a pedra». En la nación bolivariana -donde al teatro y al cine aún les cuesta representar la revolución – Sergio De Carvalho (1) trae la bomba del teatro épico con sus personajes sutiles, contradictorios y, por tanto, transformables. La obra estudia el momento político en que los trabajadores del sector metalúrgico -en su mayoría nordestinos reclutados por las multinacionales- organizaron la huelga de 1979. De Carvalho escribe y muestra esta historia popular desde el punto de vista de los trabajadores: la asamblea de 70.000 obreros, la represión policial, las luchas entre viejo y nuevo sindicalismo (con la voz en off del joven Lula como negociador), la izquierda estudiantil, las iglesias progresistas capaces de organizar el mundo del trabajo. Tres horas apasionantes en las que las canciones, el coro comentando la acción, la rotación del escenario, la metamorfosis del obrero João en la obrera Joana, los apartes y las citas revolucionarias nos ayudan a reflexionar sobre los «diferentes cursos posibles del río» (Brecht). Un teatro de la «risa inteligente», un aprendizaje colectivo donde cada «trozo de vida» sigue vinculado a la historia. Sergio: «El teatro pertenece al pueblo y creo que la fuerza de una acción dialéctica radica en su capacidad de ser viva y movilizadora». Las manos que buscan a tientas una salida al «sueño americano» de la dictadura, las manos dóciles, impertinentes, desconfiadas y rebeldes, las manos que se sumergen en la carrocería de la cadena de montaje, la mano de la madre solitaria que lleva a su hijo a casa, la mano herida del nuevo empleado o la mano que lava la ropa de trabajo, la mano que hojea Playboy o enciende el televisor por fin comprado, las tímidas manos de la pareja de novios encaramada en la gran rueda de feria para intentar ver el mundo: todas estas manos son también «nuestras manos, en otra parte».

Fotos: reencuentro en Caracas con nuestro amigo Sérgio de Carvalho y su tropa de la Companhia do Latão, amigxs venezolanxs y Simone Magalhaes de la Brigada internacionalista del MST.

«Como constructora, representé a mujeres que habían sido víctimas de la violencia, junto con mis amigas, porque algunas de ellas guardan silencio, mientras que otras tienen la fuerza para superarlo». «Este taller lo cambió todo para mí, entendí cómo pasar del nivel individual al proceso social» dicen Claudia y Yusgleidys, miembras de un colectivo de autoconstructoras, una de las muchas organizaciones de base de la revolución bolivariana. Julián Boal (2), invitado por el festival venezolano para impartir un taller sobre el Teatro del Oprimido, les habla de la importancia de «romper la barrera entre los que pueden hablar desde un escenario y los y las que sólo tienen derecho a escuchar». Poco practicado en Venezuela, el Teatro del Oprimido es una herramienta ideal para su democracia participativa.»El buen teatro político es siempre interesante en su forma artística. Ofrece la posibilidad de criticar a los poderes y reconfigurarlos. Su función es utilizar las técnicas teatrales más críticas posibles para ayudar a organizar el poder popular», explica Julian.

Fotos: taller de Julian Boal en Caracas, 10 al 12 de junio 2023

Esta fecunda y necesaria relación entre el teatro político brasileño y una revolución en busca de imágenes no se detiene ahí. En marzo de 2023, las autoconstructoras participaron en un taller impartido por Douglas Estevam (3), del Colectivo de Cultura del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra. Douglas les propuso usar sus propias herramientas y materiales para crear imágenes, música y personajes. Como Ursulina, que tardó mucho en abrir la caja de herramientas del esposo difunto y un día recogió su tenaza para incorporarse a la obra. O Claudia, la vendedora ambulante, que prefería seguir vendiendo sus collares en la calle hasta que Ursulina la convenció para que se uniera a los constructoras. O Maira, la estilista, que vino con su estuche: «Mis manos ya no sirven sólo para lucir la belleza de la mujer venezolana, sino también para ayudarla a construir su casa». O Miguel, el soldado, cuya mujer le reclama que la abandone – «Seguro tienes una amante en la obra»- y que interroga al coro de mujeres. «Que venga a trabajar con nosotras!», le contestan.

«De vendedora ambulante a constructora y ahora actriz, sí, he cambiado mucho», explica Claudia al final del taller. E Ircedia insiste: «Nunca dejaremos de formarnos». Una invitación que ya han aceptado Sergio de Carvalho, Douglas Estevam y Julian Boal, con el apoyo del Movimiento de los Sin Tierra y de nuestra Escuela de Comunicación para los Movimientos Sociales Hugo Chávez. Julian propone alternar formación, práctica, reflexión y seguimiento entre varios periodos formativos. Y empezar a trabajar por ejemplo con un dúo de payasos políticos nacidos de los movimientos de ocupación, luego construir pequeñas formas en torno al teatro del oprimido, antes de pasar a formas más elaboradas de teatro épico.

Fotos: taller de Douglas Estevam con las autoconstructoras de INFREHAVIANT, Antimano, Venezuela, marzo 2023.

Thierry Deronne
Caracas, 10 de julio de 2023

Notas:

(1) Sérgio de Carvalho es dramaturgo, director, periodista e investigador teatral. Fundador de la Companhia do Latão, compañía de teatro con sede en São Paulo. Enseña dramaturgia y crítica en la Universidad de São Paulo. Desde 2018, director del Teatro da Universidade de São Paulo. Posee un máster en artes y un doctorado en literatura brasileña por la USP. Editor de las revistas culturales Vintém y Traulito. Ha dado conferencias sobre dramaturgia en Portugal, México, Argentina, Cuba, Grecia y Alemania. Entre sus obras y/o puestas en escena destacan: O Nome do Sujeito (1998), O Círculo de Giz Caucasiano (2006), O pão e a pedra (2016), Lugar nenhum (2018), O mundo está cheio de nós (2019) y Ópera dos Vivos (2010). Entre sus libros destacan Companhia do Latão 7 peças (Cosac Naify, 2008), Atuação crítica (Expressão Popular, 2009), Introdução ao teatro dialético (Expressão Popular, 2009).

(2) Julian Boal. Actor, director y pedagogo teatral brasileño; miembro fundador de Ambata, GTO-París (Groupe de Théâtre de l’Opprimé – París) y Féminisme Enjeux; ha impartido talleres en más de 20 países y colaborado en numerosos festivales de Teatro del Oprimido en todo el mundo, en la India con Jana Sanskriti, en Europa con Pa’tothom, en Sudamérica con el CTO de Río de Janeiro. Autor de Imagens de um Teatro Popular, Hucitec, 2000, coeditor de Theatre of the Oppressed in Actions (Routledge, 2015) y más recientemente autor de «Theatre of the Oppressed and its Times«, Routledge, julio de 2023. Julian es hijo del fundador del Teatro del Oprimido, Augusto Boal.

(3) Douglas Estevam. Director teatral y pedagogo brasileño.Licenciado en Historia por la Universidade Federal Fronteira Sul.Licenciado en Economía Política (ENFF).Máster en Filosofía (USP). Coordinador de la Brigada Nacional de Teatro del Movimiento de los Sin Tierra (MST). Miembro del Colectivo Nacional de Cultura del MST. Participó en los procesos de formación de Augusto Boal. Coordinador del libro Agitprop: Cultura Política, Lunatchárski: Revolução, Arte e Cultura e Teatro e Transformação Social. Miembro de la Coordinación Político-Pedagógica de la Escuela Nacional de Movimientos Sociales Florestan Fernandes (ENFF, Brasil).

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Un clásico del cine revolucionario: ‘Sambizanga’ de Sarah Maldoror

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En 1972, Sarah Maldoror filmó una película sobre el arresto arbitrario que empezó la guerra de independencia en Angola. Con su simbología política, su imaginería auténtica y su alegría, Sambizanga es un arma indispensable contra el colonialismo.

En su libro Cine de vanguardia. Instrucciones de uso, Nicole Brenez describe el cine como un arma revolucionaria. Para la teórica francesa, recoger planos y después montarlos no es solamente el ejercicio de contemplar balaceras y derrocamientos, sino una forma de participar en ellos, a veces incluso con literalidad. El cineasta Holger Meins, nos recuerda Brenez, fue parte de la Fracción del Ejército Rojo; Masao Adachi estuvo en el Ejército Rojo Japonés y el Frente Popular para la Liberación de Palestina. Pero, como decía, esta manera radical de involucrarse no excluye el uso de la propia cámara, del lenguaje fílmico, para combatir dictaduras y mercenarios: el cine no es solo formas, conmoción y belleza, sino una posibilidad de enfrentar las opresiones del mundo. Habrá, claro, quien considere que el esfuerzo es inútil, pero es un hecho que la conciencia política de buena parte de los espectadores se forma en las pantallas. Porque sabe que son armas, el Pentágono ha respaldado más de novecientas películas estadounidenses desde 2005 —sin mencionar las ochocientas que ha apoyado el Departamento de Defensa desde 1917—. No es, entonces, un patrioterismo espontáneo de los productores el que coloca tantas banderas estadounidenses y soldados admirables en la franquicia Transformers, sino un deseo voluntario de acumular los corazones y las mentes del público, al que las instituciones bélicas ven como carne de cañón.

La historia del cine politizado es tan vieja como la tecnología cinematográfica porque ningún plano puede desligarse de su contexto: no por nada la primera película mexicana muestra a Porfirio Díaz montando a caballo en Chapultepec. El cine, tradicionalmente caro, empezó como un medio de expresión para inventores-empresarios y así se ha mantenido, pero en muchas ocasiones el ánimo subversivo se ha hecho de los medios de producción —o ha aprovechado los más baratos— para darle a las ideas ese cuerpo inmaterial que solo el cine puede dotar; es decir, los textos de Bakunin, Marx, Fanon, Butler estimulan el pensamiento, pero las películas de Marker, Solanas, Farocki, Sembène, Borden lo hacen visible y de algún modo real porque la poesía cinematográfica, como la escrita, es una forma de mostrar las cosas, manifestarlas como hechos, en vez de solo describirlas.

Así se explica el nombre de Sambizanga (1972), un clásico angoleño de la directora afrofrancesa Sarah Maldoror. En vez de adoptar el título de la novela en que se basa, A vida verdadeira de Domingos Xavier, la película comparte nombre con el municipio que representa —aunque fue filmada en Congo—, donde se llevó a cabo un levantamiento en contra del orden colonial portugués. Más que contar una historia, Maldoror construye un espacio, y en él, una comunidad que se protege del abuso. Los eventos en Sambizanga comienzan con el secuestro en 1961 de Domingos (Domingos de Oliveira), un trabajador que, a pesar de tener una buena relación con su jefe blanco, es recogido violentamente por las autoridades, que lo vinculan con un movimiento revolucionario. Su historia, como su cuerpo robusto, es un tronco del que brotan varias ramas que exploran la fatigante burocracia policial y la solidaridad de una resistencia que, conectada, crea una fuerza caudalosa como la del simbólico río que vemos en el primer y último plano de la película.

Maldoror había estudiado cine en Moscú y después se dedicó a crear una filmografía panafricana, producida en varios países y lenguas del continente. Su trayectoria fue un acto de resistencia y una representación de ello, pero no a la manera del espectacular Gillo Pontecorvo, con quien trabajó como asistente de dirección. A las explosiones y reconstrucciones históricas del director italiano ella opuso una cotidianidad vívida, unos gestos triviales que demuestran la felicidad arrebatada por el abuso colonial. Sambizanga se estrenó hasta después de la independencia en Angola y, si bien no pudo contribuir a la guerra, sintetizó las razones para pelearla y celebró sus sacrificios: es un corolario, pues, que funge como memoria e inspiración para otras luchas.

Sambizanga aparenta un testimonio con sus imágenes de cámara al hombro y el ritmo que sostiene la impresión de eventos reales capturados conforme suceden. Los planos iniciales de trabajadores cargando piedras sin seguridad —en algunos casos apenas vestidos— son al mismo tiempo auténticos y simbólicos de las condiciones de vida bajo el régimen portugués. En otros momentos, Domingos y su esposa, Maria (Elisa Andrade), exhiben la felicidad a pesar del sometimiento: conviven sonrientes en casa, comen juntos un guiso colorido y pasan tiempo con su bebé como si vivieran en el paraíso. Algo hay del neorrealismo de Roberto Rossellini en estos planos, sobre todo cuando la policía viene por Domingos, y Maria corre tras la camioneta que se lo lleva como Anna Magnani en Roma città aperta (1945). Pero a diferencia de aquel personaje baleado por los alemanes, Maria vive para buscar a su esposo en un frustrante periplo acentuado por una canción melancólica.

La música tiene un rol importante aquí; convencional, si se quiere, pero relevante para el sentido de la película. El tema que acompaña a Maria está basado en un poema en portugués de Agostinho Neto, el primer presidente de Angola. “Caminho do mato” contiene imágenes de gente cansada en un camino de arbustos y de un amor que los guía, como a la protagonista en busca de su esposo. Parece un detalle simple, pero se atraviesan la historia, la política y la poesía angoleñas en este gesto que Maldoror coloca para el privilegio único de los espectadores revolucionarios. Tanto les quitó el colonizador europeo que no importa quitarle a él la posibilidad de comprender este símbolo. Quizá sea también difícil de entender el contraste entre la alegría y la opresión que conviven en las imágenes de Sambizanga. El plano de los trabajadores al comienzo es acompañado por la movida canción revolucionaria “U tando-a Mbondo (Deba)” y más adelante unas noticias funestas interrumpen una fiesta, pero los personajes las enfrentan cantando y bailando. En una sociedad aplastada, el gozo es subversivo y equivale al combate; sufrir sería rendirse.

Esto no quiere decir que Maldoror evada las imágenes dolorosas, pero las contrasta con los pocos placeres de sus personajes porque rehúsa al melodrama y la conclusión apática a la que nos llevan las imágenes de martirio: “¿Para qué sacrificarse?”. Sin embargo, negarlas sería deshonesto, y por ello vemos a Domingos torturado para que confiese una actividad en la que nunca queda claro si participó. Al principio lo vemos entregando un panfleto revolucionario, pero fuera de eso es un hombre común y querido que sin razón aparente acaba en una cárcel. Ya aprisionado, la cámara imita los golpes: se sacude junto con el cuerpo de Domingos y se cierra a su rostro para no regodearse en la crueldad, a la vez que comunica al público el impacto de cada golpe. Maldoror culmina en una especie de pietà colectiva con la figura mancillada de Domingos rodeada de prisioneros que lo cobijan y le cantan —de nuevo la música— para acompañar su calvario.

Esta imagen comunitaria resume mucho del comportamiento y el tema de Sambizanga, que describí antes con la imagen de un tronco. Tras el secuestro de Domingos, Maldoror sigue a Maria, pero también a un niño, Zito (Dino Abelino), y su abuelo (Jean M’Vondo), que llevan la noticia del arresto a un miembro del Movimiento Popular de Liberación de Angola y este a otro y aquel a un líder. Todos tienen su espacio como individuos, sus actividades, como pescar, enamorar a una muchacha o discutir que no es el color de piel, sino el dinero y el poder, lo que define el rol de opresor en una sociedad colonial —esto se liga con la manera en que algunos policías negros intentan ser parte de la comunidad sometida ayudando a Maria—; sin embargo, cada personaje es una gota del río furioso que enmarca la película: partículas revolucionarias conectándose, transmitiéndose carga para calentar el todo y explotar. Sambizanga es, entonces, una bomba: explosivo plástico para destrozar los imaginarios indiferentes y el orden aceptado. Cine, pues.

La cineasta Sarah Maldoror

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